Comparto con los cibervisitantes este voto del ex Juez del Tribunal Oral Federal 7 de la ciudad de Buenos Aires que usamos para refutar las alegaciones de las Defensas cuando invocan, sin fundamentos, el "in dubio pro reo". Es un tema pocas veces desarrollado en detalle.
Hay cionsideraciones muy intersantes sobre la evaluación de los peritajes.
Causa n° 631: “B, H s/corrupción de menores agravada”
Sentencia del 11 de junio de 1999 (fundamentos del 22/6/99)
EL JUEZ RICARDO MANUEL ROJAS DIJO:
I.
Entiendo que los votos que anteceden reflejan acabadamente la deliberación del Tribunal, al tiempo que responden a los planteos de las partes.
Por eso, adhiero a ellos y sólo quiero expresar algunas consideraciones vinculadas con el principio de inocencia, al que la defensa de B entendió que se estaría violando en caso de condena. Puntualmente, sostuvo que ante la menor duda sobre cómo ocurrieron los hechos, este Tribunal estaba obligado a absolver al procesado.
Es indudable que el principio de inocencia es la base del procedimiento penal. Sólo cuando el Tribunal está en condiciones de llegar al grado de certeza respecto de los extremos necesarios para adoptar una solución condenatoria y de eliminar a través de esa convicción el estado de inocencia del que goza todo ciudadano, es posible aplicar una condena.
Sin embargo, el tema requiere un examen particularizado, porque no me parece que pueda simplificarse este principio al grado en que lo ha hecho el defensor.
El principio liberal de que la acusación debe probar acabadamente los hechos típicos y la responsabilidad del procesado tiene viejo arraigo, tanto en la tradición continental europea como en la anglosajona.
En esta última, hace más de un siglo la Corte Suprema de los Estados Unidos reafirmó que la presunción de inocencia en favor del acusado es, sin duda, una norma axiomática y elemental en la que descansa el sistema de administración de justicia criminal, que pasó del Deuteronomio, a través del derecho romano, al common law inglés, y de él al common law norteamericano. (Coffin v. United States, 156 U.S. 432, 1895). En ese sistema procesal, basado en la íntima convicción de los jurados, el problema de aplicar el principio de inocencia se centró, finalmente, en determinar cuál es el alcance de la obligación que tiene el juez de instruir adecuadamente a los jurados sobre cómo valorar la prueba para respetar ese principio (según la extensa explicación que hizo el Justice Powell al exponer la opinión de la Corte en “Taylor v. Kentucky”, 436 U.S. 478; 1978).
En el derecho continental europeo, cuyo origen fue fundamentalmente escrito y formal, el principio finalmente se tradujo en un sistema de pruebas legales y tasadas, cuya obtención era esencial para llegar a una condena. La duda se deducía casi automáticamente al no lograrse ese mínimo de prueba.
Colocados en un punto medio, el sistema que rige la sustanciación de este juicio es básicamente un procedimiento oral -en el que los gestos y actitudes de los testigos valen muchas veces tanto o más que las palabras- unido consecuentemente a un mecanismo de valoración de la prueba fundado en la razonada convicción, que no nos exime de motivar nuestras conclusiones, como ocurre con los jurados, ni nos obliga a “contar y pesar” la prueba de acuerdo a cánones formales y preestablecidos.
Sin embargo, en cualquiera de las tres variantes, la idea liminar que rige al proceso es la misma: corresponde a la acusación probar el hecho y la responsabilidad del procesado, y el Tribunal debe adquirir certeza respecto de la suficiencia de la prueba para poder condenarlo.
Por ello, son los conceptos de “duda” y “certeza”, los que deben ser examinados con suficiente cuidado para entender cómo funciona el principio.
Los anglosajones acuñaron expresiones que le dan un marco a la certeza, al sostener que el hecho debe estar probado “más allá de toda duda razonable” (“beyond reasonable doubt”), que en su vinculación con la tarea de los jurados, se exige que su conciencia esté satisfecha sobre la solución alcanzada (“satisfied conscience”), siguiendo la “causa probable” (“probable cause”) de cómo ocurrieron los hechos (Una explicación extensiva del desarrollo histórico de estos principios puede encontrarse en Barbara J. Shapiro, “Beyond reasonable doubt and probable cause”, University of California Press, 1991). La idea subyacente de estos criterios es que la lógica sigue siendo la base del razonamiento judicial, y que la duda en favor del procesado no es cualquier duda, sino sólo aquella que va más allá de una mera consideración probabilística de que los hechos pudieron ocurrir de otro modo.
En un sentido similar, nuestra Corte Suprema entendió, aún durante la vigencia de un régimen de prueba más estricto que el actual, que ese estado de duda no puede reposar en una pura subjetividad, sino que debe derivarse de la racional y objetiva evaluación de las constancias del proceso (Fallos: 311:2547; 312:2507, entre muchos otros), y que las pruebas deben evaluarse en una visión de conjunto, debidamente armonizadas unas con otras, para evitar una ponderación aislada y fragmentaria que conspire contra las reglas de la sana crítica racional (Fallos: 308:640).
Todo ello permite introducir un primer elemento de ponderación: no cualquier duda es suficiente para alterar las conclusiones de una razonada evaluación de la prueba de cargo. Debe tratarse de una duda de cierta entidad, vinculada con un hecho trascendente, que inocule en el ánimo del juzgador la idea de que las cosa pudieron realmente suceder de otro modo.
Es que el concepto de “certeza”, como todos los conceptos, es contextual y por lo tanto no está formado en el vacío. Si por certeza se quisiera significar la aptitud de llegar a la verdad de modo eternamente irrefutable e inmutable, que no deje elemento posible de contradicción fuera de su alcance, se estaría utilizando un concepto de certeza que es imposible de lograr en dos sentidos: tanto en el contexto limitado del conocimiento humano, como en el contexto limitado del proceso judicial.
Por eso precisamente, porque la “verdad” en materia de decisiones judiciales es, cuanto más, de carácter aproximativo o relativo (ver en tal sentido Ferrajoli, Luigi, “Razón y Derecho”, Ed. Trotta, 1995, pág. 142), es que el principio de inocencia cobra toda su magnitud, al exigir que esa “verdad” judicial despeje cualquier duda razonable que exista en favor del procesado.
Varios son, entonces, los elementos que le ponen el marco o contexto a la “certeza” que el juez debe lograr para fundar una condena penal: a) las limitaciones propias del conocimiento humano; b) la circunstancia de que el universo valorable es el acotado por la prueba introducida al debate, y c) las limitaciones provenientes del mayor o menor poder convictivo de cada prueba en sí misma.
a) El primer límite es evidente. El hombre no es omnisciente, y sus postulados de lo que es “verdad”, son manifestaciones de su aproximación a la verdad (por tratarse de una sentencia y no de una monografía, no me voy a explayar en este sentido, pero puede consultarse toda la obra de Karl R. Popper, especialmente: “La lógica de la investigación científica”, Madrid, 1962 y “Conjeturas y Refutaciones”, ed. Paidos, pág. 268 y ss.).
Todos los hombres, y los jueces entre ellos, enfrentan una disyuntiva de hierro: no poseen un conocimiento omnisciente e insoslayable, pero necesitan un concepto de “certeza” que les sirva de norte para tomar decisiones.
Por ello, el único concepto de certeza posible dada la naturaleza humana, es aquel que descarta las dos versiones que se basan en la omnisciencia: tanto la que niega toda posibilidad de conocimiento, como la que niega toda posibilidad de error.
En el terreno jurídico-procesal, la existencia de la doble instancia como garantía constitucional, y las posibilidades de revisión judicial se basan en el reconocimiento de la no omnisciencia. Sin embargo, esta imposibilidad metafísica de los jueces de tener un conocimiento irrefutable, no los exime de su obligación de decidir las causas y buscar la verdad, dentro del contexto al que me vengo refiriendo.
b) En segundo lugar, toda sentencia es sólo el corolario de un debate desarrollado alrededor de un conjunto limitado de pruebas, por lo que necesariamente las conclusiones alcanzadas en la sentencia estarán circunscriptas al examen de esas pruebas.
En consecuencia, lo que se considere “verdad” en una sentencia, es la verdad que emana de las pruebas incorporadas al debate. Ello no impediría, en principio, que la obtención posterior de nueva evidencia no conocida con anterioridad, pudiese conducir a una solución distinta. Para superar este escollo, el código procesal prevé el supuesto de revisión contenido en el artículo 479, inc. 4º).
Esta limitación obliga al Tribunal a extremar los recaudos necesarios para contar con toda la evidencia disponible, conducente para conocer la verdad. En el caso de autos, pienso que han quedado registrados esos esfuerzos, en un debate que ha durado aproximadamente un mes, durante el cual el Tribunal dispuso la producción de abundantes medidas no previstas antes de comenzar el debate, cuya importancia se manifestó durante las sucesivas audiencias, para contar con todos los elementos necesarios al momento de resolver.
c) Además, cada una de esas pruebas debe ser evaluada por el Tribunal, en la búsqueda de su mayor o menor poder convictivo, en sí misma y en su relación con las demás.
Como señala Hassemer, “convicción” y “duda” son los polos opuestos de una plataforma que resulta alcanzable mediante la comprensión escénica realizada por los jueces, que vincula a los participantes en el proceso con determinadas formas de interacción y comunicación (Hassemer, “Fundamentos del Derecho Penal”, Ed. Bosch, 1984, p.209). Esto significa que el proceso no está compuesto, como sí lo estaba años atrás, por papeles que contienen manifestaciones de los participantes. La transcripción de las declaraciones, ya sea escrita o grabada, no puede expresar lo que los jueces ponderan respecto de los gestos, las actitudes, las expresiones de convicción o de duda de cada una de las personas que han hablado durante el proceso. Si habitualmente una frase puede ser interpretada, gramaticalmente, de más de una forma, las interpretaciones de los gestos y modos de los declarantes incorporan al proceso un universo de elementos a valorar que excede las meras palabras.
C. B., N. H., los niños M., A. y J. y los demás testigos y peritos que declararon en la audiencia, han pronunciado frases, hecho gestos y respondido preguntas de un modo que el Tribunal percibió en todo momento y luego valoró. Me remito a lo expresado por el Juez Valle con relación al poder convictivo de estos gestos, y me quedo, a modo de ejemplo, con un episodio que en este sentido me pareció muy importante: el enfrentamiento del procesado con sus hijos mostró a un hombre tratando de eludir constantemente las firmes recriminaciones que dos chicos de siete y nueve años le efectuaban, con una convicción que en mi entender no pudo ser preparada o construida de la nada por su madre, al modo en que pretende la defensa.
El examen de la verosimilitud y fuerza convictiva de cada uno de los testimonios, informes y peritajes realizados a lo largo de este debate han sido, probablemente, la tarea más difícil del Tribunal al momento de llegar a una sentencia; porque el sistema de juicio oral y la valoración de acuerdo con las libres convicciones inspiradas en la sana crítica, quita a los jueces el dudosamente eficaz método de contar y medir las pruebas de un lado y del otro, siguiendo la tasa legal, y en cambio los obliga a evaluarlas una por una y en su conjunto, inspirados por los principios de la lógica, la ciencia y la experiencia.
Inclusive, tampoco escapa a mi análisis que el valor de cada una de las pruebas puede variar con el tiempo, ante la aparición de otras no tenidas en cuenta al momento de dictar sentencia, y es por ello que el artículo 479, inc. 2º), prevé la posibilidad de revisión cuando ello ocurra.
Por eso fue que el Tribunal, además, durante el desarrollo del extenso debate, preguntó y dejó preguntar a las partes con intensidad a todos los testigos, e inclusive volvió a citarlos cuando lo consideró necesario, del mismo modo que a los peritos médicos y psicólogos, quienes aun cuando redactaron extensos y fundados informes, fueron llamados a presenciar el debate y luego interrogados con profundidad.
Todas estas consideraciones acerca del contexto en el cuál debe entenderse la “certeza” exigida a una sentencia judicial, me conducen nuevamente a lo dicho al principio, en el sentido de que el concepto de “duda” al que se refiere el artículo 3º del código procesal penal –que depende genéticamente del de “certeza”-, es también un concepto contextual. No cualquier duda impide fundar una condena, sino solamente una duda de suficiente entidad, aquella “duda razonable” a la que se refiere la jurisprudencia señalada más arriba.
Es imaginable y frecuente en los juicios que transitan por este y otros tribunales, que los procesados o sus defensores invoquen versiones de cómo pudieron haber sucedido los hechos, que en principio no sean ni contrarias a la lógica ni incompatibles con el cuadro fáctico inicialmente traído a juicio. Especialmente son muy frecuentes las tesis conspirativas, que ponen en cabeza de las víctimas o los preventores la elaboración de un plan maquiavélico para imputarles hechos que no cometieron.
Pero a partir de allí, será tarea del Tribunal verificar si esa hipótesis tiene entidad bastante como para sembrar una duda razonable, o si el plexo probatorio es lo suficientemente firme como para desecharla, aún cuando esa tesis siga siendo posible.
Como explicó con su habitual claridad Karl Mittermaier en la primera mitad del siglo XIX:
“Un amigo severo de la verdad deberá reconocer que la certeza, con la que debe forzosamente contentarse, no se exime del vicio de la humana imperfección, y que siempre puede ser suponible lo contrario de lo que admitimos como verdadero. Siempre, en fin, la imaginación fecunda del escéptico, lanzándose en lo posible, inventará cien motivos de duda. En efecto, en cualquier caso puede imaginarse tal combinación extraordinaria de circunstancias, que venga a destruir la certeza adquirida. Pero a pesar de esta combinación posible, no dejará de quedar satisfecho el entendimiento cuando motivos suficientes estableciesen la certeza, cuando todas las hipótesis razonables hubiesen desaparecido o sido rechazadas después de un maduro examen: el Juez entonces creerá ciertamente estar en posesión de la verdad, único objeto de sus investigaciones. Además, el legislador ha querido que en esta certeza razonable estuviese la base de la sentencia. Pretender más, sería querer lo imposible, porque no puede obtenerse la verdad absoluta en aquellos hechos que salen del dominio de la verdad histórica. Si la legislación rehusara sistemáticamente admitir la certeza siempre que pudiera imaginarse una hipótesis contraria, se verían quedar impunes los mayores culpables” (Karl Mittermaier, “Tratado de la prueba en materia criminal”, ed. Hammurabi, 1979, p. 72-73).
Por supuesto que la circunstancia de que quizá nunca pueda darse una convicción sin sombra de duda, no puede conducir a que se coloque la duda a cargo del acusado. Un correcto entendimiento del principio in dubio pro reo debe ser entonces, a mi juicio, aquel en el cual la carga de la duda debe estar en cabeza de la acusación, y los jueces tienen la obligación ética y legal de explicar los motivos por los cuáles entienden que la eventual duda remanente no es suficiente para torcer la convicción a la que han llegado.
II.
No es mi intención repetir los argumentos ya expuestos con extensión por los jueces Valle y Ursi, respecto de por qué el Tribunal ha tenido por probado el hecho típico por el cual se condenó a C.B. Ello no obstante, pienso que no estaría completa mi referencia al principio de inocencia, si no la vinculara con el caso concreto, y en este sentido entiendo que no es correcto sostener, como en algún momento hizo la defensa, que en la causa existe un mero enfrentamiento entre la versión de C. B. y las de sus hijos A. y J..
Como tiene dicho este Tribunal, cada elemento de prueba debe ser evaluado en su combinación con los demás, respetando las reglas de la lógica, la ciencia y la experiencia, hasta alcanzar una conclusión que permita elaborar un razonamiento plausible adecuado a la ciencia normativa que es propia de los jueces, es decir, un argumento comparativamente dotado de un mayor poder de razonable persuasión (conf. lo resuelto por este Tribunal en la causa nº 307, “Gordo, Alfonso”, resuelta el 4 de noviembre de 1996, voto del juez Ursi).
La credibilidad que el Tribunal otorgó al relato de los niños, por sobre la negativa de B., estuvo, en cambio, fundada en varios elementos objetivos de convicción:
a) En primer lugar la percepción que el Tribunal tuvo del modo en que tanto unos como el otro se manifestaron en el debate.
Es conveniente recordar que A. y J. tienen en estos momentos nueve y siete, respectivamente, y que tenían cuatro años menos cuando ocurrieron los hechos. En todas las entrevistas que le hicieron los médicos y psicólogos que los examinaron durante estos últimos tres años, los chicos mantuvieron una versión que en lo troncal nunca varió. La mantuvieron con convicción, pero sin demostrar una animosidad hacia su padre que pudiera hacer sospechar una preparación previa.
En una medida de prueba a la que algunas de las partes se negaron y muchos peritos consideraron “revictimizante”, el Tribunal sometió a los niños, en primer lugar, a ver a su padre a través de una cámara de televisión, y luego los enfrentó a él directamente. El producto de ese enfrentamiento fue la imagen de dos niños que, sin demostrar animosidad u odio, estuvieron en condiciones de hablar con su padre en forma distendida sobre las anécdotas que él les trajo a la memoria de la época en que los sacaba a pasear, y al mismo tiempo tuvieron la firmeza de convicción que han mantenido durante estos últimos años, al señalarle, en especial A. todas las veces en que la oportunidad fue propicia, aquellas cosas que él “les hacía”.
La impresión que ambos niños dejaron en el Tribunal, como dos chicos inteligentes, pensantes e inquisitivos, unida a la historia de lo que fueron sus manifestaciones desde hace cuatro años, fundaron la convicción en que sus declaraciones no fueron construidas por su madre o co-construidas con ella.
No empece a esta conclusión que algunos de los datos señalados por los chicos carezcan de corroboración con otros elementos de la causa. No debe olvidarse que se trata de niños pequeños, que eran mucho más pequeños cuando los hechos ocurrieron, y que como ellos mismos le manifestaron al Tribunal, estaban cansados de hablar todos los días de lo mismo.
Sin embargo, el núcleo central de sus imputaciones a B. fueron invariable y firmemente sostenidas.
b) También fue un elemento de peso la actitud del tercer niño, M., que desde el comienzo de estas actuaciones ha negado sistemáticamente que su padre le haya hecho algo. Las bondades de la oralidad se pusieron de manifiesto también para examinar su testimonio: el Tribunal se enfrentó con un niño abatido, que con la cabeza baja, el rostro rojo y sin poder casi sostener el micrófono en alto, apenas pronunciaba monosílabos, negando que su padre le hubiese hecho algo. Coronó esta conducta cuando, como última pregunta a los tres niños después de ver a su padre, el Juez Valle les preguntó qué esperaban del futuro, y M. apenas suspiró un: “no sé”.
La actitud de M. sigue la de su madre, S., quien se ha empecinado en negar que a su hijo le hubiese pasado algo. Negación que mantuvo incluso frente a su terapeuta de confianza, quien recién se enteró en el Tribunal que una de las hipótesis de este juicio era la posibilidad de que M. también hubiese sido abusado por el padre, a pesar de atender semanalmente a S. y discutir sus temas más íntimos desde 1991, y de haber atendido incluso al niño unos días antes de que declarara en este juicio por primera vez.
c) B., por su parte, hizo una larga declaración que comenzó en su niñez, para luego desembocar en una hipótesis bastante débilmente sostenida, de que fue su segunda esposa N., atacada por los celos que le produjo enterarse de su nueva pareja, quien construyó en la mente de sus hijos semejante atrocidad.
Sin embargo, sus dichos no alcanzaron a convencer al Tribunal: ni su ex esposa parece estar consumida por los celos al punto de hacer lo que B.
le imputa –más bien se pudo advertir que gracias a su tesón y dedicación casi exclusiva ha logrado que los niños superen, en parte, el trauma sufrido-, ni los niños parecen ser tan influenciables como para ser objeto de una construcción de esa magnitud.
d) N. H. se mostró como una madre terriblemente angustiada por lo que le ocurrió a sus hijos, y hasta obsesiva al hablar del tema. Inclusive el Tribunal dispuso que un médico forense la examinase durante el debate para tener una idea más acabada sobre su estado mental, siendo que el médico descartó cualquier índice de anormalidad en ella.
Si recogió cada dato que los niños le contaron, los hizo dibujar y escribió meticulosamente en un conjunto de hojas lo que ellos le iban diciendo al hacer cada dibujo, ello se justifica plenamente por varias circunstancias: 1) la desesperación comprensible en una madre a la que sus hijos pequeños de un día para otro le confesaron haber sido abusados sexualmente por su padre; 2) su natural obsesión por los detalles, compartida con B., a punto tal que el careo entre ambos que dispuso el Tribunal se convirtió en un concurso por recordar los detalles de manteles, descripciones y ubicación de las mesas en el restaurante de un hotel, 3) sus convicciones morales y religiosas, que han exacerbado probablemente su convencimiento de que a partir de este episodio su misión en la vida es dedicarse a la recuperación de sus hijos, y 4) porque en el propio C. S. la incentivaron a hacer que los niños dibujaran y le contaran lo que pensaban, los días que no tenían ánimo para asistir a las entrevistas.
e) Varios elementos de prueba independientes a los niños y su madre han corroborado al menos las secuelas que los hechos dejaron en ellos. Fundamentalmente las maestras del colegio al que asistieron hasta un año después de que se conocieran estos episodios, señalaron su preocupación por ciertas actitudes tanto en A. como en J., que tomadas aisladamente carecían de explicación para ellas, pero que son relevantes cuando se las vincula con la posibilidad de un abuso sexual: respecto de A., su confesión de los hechos al pastor C., la costumbre adquirida de colocarse encima de sus compañeros en el suelo y hacer movimientos sexuales –como explicó la maestra O.-, la pérdida de la atención y aplicación en clase a la que se refirió la maestra M. y el incidente del acto del día de la Música, al que varios testigos hicieron referencia. Con relación a J., fue particularmente ilustrativa la maestra C. al contar dos episodios protagonizados por él: aquel en que le dio un beso en la boca a quien era su mejor amigo, A., diciendo que eran novios, y la ocasión en que lo escuchó decirle a sus compañeros que su papá era malo porque le hacía “cosas malas”.
f) Capítulo aparte merece la ponderación de la abundante prueba médica y psicológica producida durante el debate.
Toda esa prueba fue examinada y valorada, en nombre del Tribunal, por el Juez Valle en su extenso voto, y por eso no me voy a detener en ella particularizadamente. Por eso, y porque no quiero caer en el peligro de convertir a quienes auxilian al tribunal en quienes decidan sobre la efectiva concurrencia de los datos relevantes (peligro al cual, entre muchos otros, se refiere Hassemer, op. cit., pág. 180).
El auxilio de psicólogos y psiquiatras fue importante y permitió dar mayor sustento a la tesis que el Tribunal sostiene. Sus argumentos ya fueron explicados en los votos anteriores, y lo que meramente quiero recalcar en el mío es la naturaleza de la valoración de los peritajes.
La importancia convictiva de los informes periciales y las declaraciones de los peritos en la audiencia no se mide por su número, sino por el valor de sus argumentos con relación a los hechos de la causa. No debe caerse en el simplismo de sostener que porque siete peritos eliminaron la posibilidad de co-construcción de los hechos por la madre y sólo tres la mantuvieron, esta hipótesis ha de ser descartada. Del mismo modo que no hay que caer en el simplismo de sostener que porque tres peritos mantiene la hipótesis de la co-construcción, ésto genera una duda que el Tribunal está obligado a ponderar en favor del procesado.
Los elementos de prueba, incluyendo las conclusiones periciales, han de ser valorados en lo que hace a su racionalidad, su calidad científica y su vinculación con los hechos de la causa.
En este sentido, la tesis de la co-construcción de los hechos por la madre, que con tenacidad sostuvo el doctor P. en la audiencia, no sólo pierde poder convictivo para el Tribunal al examinar la personalidad de la madre, la personalidad de los chicos, y la actitud de todos ellos a lo largo de casi cuatro años, sino que el propio médico se refirió al tema vinculándolo con sus discusiones por fax con un colega inglés, sin referencia alguna al caso concreto, para concluir, con cierta honestidad intelectual de su parte, que en el caso podría tratarse tanto de una co-construcción como de una reconstrucción de los hechos realizada por los niños, con la ayuda de la madre.
Por el contrario, con una completa referencia a los datos de la causa y la personalidad de los partícipes, el resto de los peritos que opinaron sobre el tema, especialmente los doctores Ch. y V., explicaron que debido a la edad de los niños, un hecho traumático como el que habían sufrido se exteriorizaba en primer lugar de un modo gestual y escritural, para luego hacerse verbal, y que todos los esfuerzos de la madre permitieron “darles la palabra” a los niños para que finalmente pudieran expresarse.
En un mismo sentido, las desconcertantes expresiones de la licenciada Ch., cuando textualmente le dijo al abogado de la querella que “si era neurótico no se podía cojer a sus hijos”, y que en consecuencia, como B. era un neurótico no podía ser responsable por el hecho que se le imputa, y que tildó a los distintos test y métodos de examen de la personalidad como “pelotudeces”, la colocan en una situación que se aleja bastante de lo que ella autodefinió como experimentada terapeuta, y la acercan a una potencial paciente.
La licenciada V. P. Y. insistió ante el Tribunal que S. A., a quien atendía desde hacía muchos años, no tenía una personalidad negadora. Pero cuando se le preguntó cómo explicaba que en tantos años de terapia nunca le hubiese dicho que M. aparecía como una de las víctimas de abuso por parte de su padre, dijo que eso era una clara “negación”.
Más allá de estos peritos, y de algún otro, lo cierto es que el grueso de los profesionales, con argumentos sólidos, apuntalaron la conclusión del Tribunal, al descartar elementos fabuladores en los niños y en la madre, y al encontrar ciertos indicadores de patologías sexuales en B..
En fin, B. ha sostenido una tesis que intenta ser elevada a la categoría de duda razonable, tibiamente defendida por un pequeño puñado de peritos cuyas explicaciones no parecieron ni científicamente valiosas, ni vinculadas con los hechos probados de la causa.
A lo largo del debate, esa tesis fue siendo desmantelada por la prueba de cargo, que mostró a una madre a la que resulta inverosímil atribuirle el grado de perversión necesario como para destruir la mente de sus hijos con el solo propósito de vengarse del marido, que mostró a dos niños –A. y J.-, con una personalidad, inteligencia, frescura y reflexión incompatibles con lo que sería esperable en dos autómatas con su cerebro lavado, y a un tercer niño –M.-, que sí exhibía las huellas de una profunda represión interior, escondiendo un conflicto que le impedía casi pronunciar palabra. También dio la oportunidad para que otros peritos, con argumentos científicos y un conocimiento acabado de la causa y sus personajes, descartaran fabulación en los niños, posibilidad de co-construcción por su madre, y señalaran indicadores de problemas sexuales en B..
Todo ello me hace concluir que los hechos típicos, tal como el Tribunal los ha descripto, han sido probados en esta causa más allá de toda duda razonable, y por lo tanto adhiero a los votos que anteceden.
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